El hombre, comparado con el animal es, según Arnold Gehlen, un «ser desprovisto» (Mángelwesen), un ser lleno de defectos que en un nivel orgánico no está caracterizado ni diferenciado en lo referente a los instintos, sin «ambiente» natural y, por tanto, obligado a crear por sí mismo, con su propia actividad, las condiciones de su existencia, su propio mundo.
Lo que en relación con el animal puede, en un primer momento, calificarse como defecto, si lo miramos desde otro punto de vista resulta ser una ventaja: precisamente como «ser desprovisto», el hombre está destinado a convertirse en un Prometeo que compensa su propia inadaptación natural creando una «segunda naturaleza», la cultura. Precisamente en este sentido de insuficiencia podría determinarse una de las razones de base que ha inducido ya a los hombres primitivos a modificar su propio cuerpo desnudo con pinturas, tatuajes y adornos con el fin de perfeccionarlo.
La vida de los pueblos primitivos estaba caracterizada en gran medida por la influencia de la magia y de los espíritus, a los que se les atribuía el origen de todos los males, de otra forma incomprensibles. Sucesos nefastos como la muerte, la enfermedad o las catástrofes de la naturaleza se creían determinados no por causas naturales, sino por una magia hostil desarrollada por otros hombres, por la acción de espíritus o por otras fuerzas mentales no encarnadas en una forma física. La imposibilidad de defenderse con otro tipo de magias alternativas, cuyas prácticas generalmente pocos especialistas conocían, se contrarrestaba llevando encima amuletos que ahuyentaban, según la opinión general, las influencias maléficas sin la necesidad de una intervención directa.
La ornamentación, particularmente la practicada sobre los orificios del cuerpo tiene su origen sobre todo en este intento mágico inicial de protegerse de los espíritus; se creía que las influencias maléficas de un mago o de un espíritu podían penetrar fácilmente a través de estas aberturas y por ello se adornaban las orejas, la boca, la nariz, etc. con amuletos y otros objetos mágicos, cuya función era defensiva. En algunas culturas el uso de aros y anillas en torno al cuello tiene su origen en una intención evidentemente mágica.
Efectivamente, en los pueblos primitivos la pintura del cuerpo, el tatuaje y los elementos ornamentales en general tienen como punto de partida la región genital y muy a menudo están en relación con fenómenos específicos de la vida sexual, como, por ejemplo, el rito de iniciación de la pubertad y en el matrimonio.
En relación con este tema me parecen pertinentes las consideraciones de Jean Huizinga, que acusa a la etnología y a sus ciencias afines de haber dado muy poco relieve al concepto de juego. Afirma que «la civilización humana surge y se desarrolla en el juego y como juego»; incluso considera que «éste es más antiguo que la cultura».
Refiriéndose a la concepción de Friedrich Schiller, que habla de un impulso innato hacia el juego, Huizinga encuentra en el hombre «una instintiva y espontánea necesidad de adornar», a la que asigna con razón una función lúdica. «La selvática extravagancia de las máscaras de los pueblos primitivos, el entrelazado de figuras en los fetiches, la mágica mezcla de motivos ornamentales, la contorsión caricaturesca de figuras humanas y animales suscitan en la mente la asociación con el plano lúdico».
En los pueblos que viven en estado natural, este aspecto lúdico de la ornamentación está particularmente difundido, como también sucede en los niños.
El hombre, desde los albores de su historia, ha intentado huir instintivamente del riesgo de la homogeneidad que representa la piel, al constituir un «uniforme» común para todos los seres humanos, haciendo uso de la pintura corporal, del tatuaje, de los ornamentos y del vestido: embellecerse significa diferenciarse.
La ornamentación del cuerpo, ya en el hombre primitivo, respondería a esta innata necesidad de salvaguardar y afirmar la propia individualidad y también a la exigencia que presenta el individuo de manifestar y comunicar a los componentes del grupo social al que pertenece sus características y cualidades, así como la actividad que éstas llevan consigo, como sucede, por ejemplo, en el caso de los trofeos de caza y de guerra. Entre los pueblos primitivos, este significado social de diferenciación a través de la ornamentación estaba determinado de todas formas por factores naturales como la edad, el sexo o las capacidades personales, y no surgía, como sucedería más tarde con el fenómeno de la moda, con motivo de factores sociales y económicos en relación con la división de la sociedad en clases.
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