viernes, 10 de diciembre de 2010

Reflexiones sobre el mate


El mate no es una bebida. Bueno, sí. Es un líquido y entra por la boca. Pero no es una bebida. En este país nadie toma mate porque tenga sed. Es más bien una costumbre, como rascarse.
El mate es exactamente lo contrario que la televisión: te hace conversar si estás con alguien y te hace pensar cuando estás solo. Cuando llega alguien a tu casa la primera frase es: “Hola” y la segunda: “¿Unos mates?”.

Esto pasa en todas las casas, de ricos y pobres. Pasa entre mujeres charlatanas y chismosas, y pasa entre hombres serios o inmaduros. Pasa entre los viejos de un geriátrico y entre los adolescentes mientras estudian.

Es lo único que comparten los padres y los hijos sin discutir ni echarse en cara. Colorados, blancos y frenteamplistas ceban mate sin preguntar. En verano y en invierno. Es lo único en lo que nos parecemos las víctimas y los verdugos, los buenos y los malos.

Cuando tenés un hijo, le empezás a dar mate como bobeando. Se lo das tibiecito y se sienten grandes. Sentís un orgullo enorme cuando uno de tus gurises empieza a chupar mate. Se te sale el corazón del cuerpo. Después ellos, con los años, elegirán si tomarlo amargo, dulce, muy caliente, tereré, con cáscara de naranja, con yuyos, con un chorrito de limón o con whisky.
Es la actitud ética, franca y leal de encontrarse sin mayores pretensiones que compartir.

Ahora vos sabés: un mate no es sólo un mate...

Cuando conocés a alguien por primera vez, te tomás unos mates. La gente pregunta, cuando no hay confianza: "¿Tomas?". El otro responde: "Si, claro".

Los teclados de Uruguay tienen las letras llenas de yerba. La yerba es lo único que hay siempre, en todas las casas. Siempre. Con inflación, con hambre, con militares, con democracia, con cualquiera de nuestras pestes y maldiciones eternas. Y si un día no hay yerba, un vecino tiene y te da. La yerba no se le niega a nadie.

Éste es el único país del mundo en donde la decisión de dejar de ser un chico y empezar a ser un hombre ocurre un día en particular. Nada de pantalones largos, circuncisión, universidad o vivir lejos de los padres. Acá empezamos a ser grandes el día que tenemos la necesidad de tomar por primera vez unos mates, solos. No es casualidad. No es porque sí. El día que un gurí pone la caldera al fuego y toma su primer mate sin que haya nadie en casa, en ese minuto descubrió que tiene alma. O está muerto de miedo, o está muerto de amor, o algo: pero no es un día cualquiera.

Ninguno de nosotros nos acordamos del día en que tomamos por primera vez un mate solo. Pero fue un día importante para cada uno. Por adentro hay revoluciones.

El sencillo mate es nada más y nada menos que una demostración de valores...

Es la solidaridad de bancar esos mates lavados porque la charla es buena. La charla, no el mate.

Es el respeto por los tiempos para hablar y escuchar, vos hablas mientras el otro toma y viceversa.

Es la sinceridad para decir: "¡Basta, cambiá la yerba!".

Es el compañerismo hecho momento.

Es la sensibilidad al agua hirviendo.

Es el cariño para preguntar, estúpidamente: "¿Está caliente, no?".

Es modestia de quien ceba el mejor mate.

Es la generosidad de dar hasta el final.

Es la hospitalidad de la invitación.

Es la justicia de uno por uno.

Es la obligación de decir “gracias”, al menos una vez al día.







ARTE POPULAR

Arte realizado por el pueblo y para el pueblo, generalmente de una manera anónima con finalidad decorativa y con materiales simples y de escaso valor material. Corresponde a un pueblo y a una delimitación geográfica, pero no a un periodo histórico. El arte popular no tiene épocas y la continuidad de formas, colores, temas y procedimientos son características propias. No se identifica la persona del autor, pero puede clasificarse por escuelas o grupos locales.


Orígenes del arte popular


En Europa, la diferenciación entre arte popular y arte culto se remonta al Renacimiento, cuando el artista se individualiza y crea obras de arte para el consumo de particulares. Por ese entonces el arte estaba destinado a pequeñas minorías, a los sectores de la alta sociedad y dueños del poder. Ellos eran los clientes potenciales del arte, que se concretaba con la pintura de caballete, el culto a la personalidad del artista, (quien firma sus obras y las individualiza), y en el coleccionismo.

La máxima separación entre el arte culto (influido más tarde por el enseñamiento académico) y el arte popular se encuentra en el siglo XVIII. Se hace visible entonces la doble vertiente de un arte popular de base tradicional y un arte popular producto de la corrupción del arte oficial o cortesano. Con la llegada del capitalismo y la Revolución Industrial con su producción masificada, la diferencia entre el arte culto y el popular se acentúa. La sociedad de consumo, caracterizada por el consumo masivo de bienes y servicios, propicia así el florecimiento del arte popular, el arte para las masas.


La influencia de la tecnología


Con la tecnología el arte popular crece cada vez más. Y es que las Nuevas Tecnologías facilitan la difusión de la obra y, a medida que evolucionan, potencian mucho más la generación y la intensidad de la producción artística. Con el surgimiento de Internet como medio de comunicación, las artes plásticas se democratizan, y es que la red es una herramienta que está al abasto de millones de personas y sirve para difundir la obra de una forma más rápida y global.


El arte y la sociedad


El arte popular por tanto, está íntimamente ligado con la sociedad ya que es su mercado potencial, así que es interesante fijarse en la influencia que ésta ejerce en el artista. Parece indudable la idea de que las obras de arte no son solo la expresión de un artista individual, sino que reflejan también muchos aspectos de la época, de la sociedad, o de un grupo social o institución. Quien tiene la última palabra es el genio individual del artista, pero la penúltima puede estar dictada por aquellos que consumen el arte.

En la segunda mitad del siglo XX se hicieron algunos estudios para demostrar, analizando las características de un estilo, la relación que hay entre la estructura social y las características estilísticas, y para confirmar la hipótesis de que el arte es la expresión simbólica de los pensamientos y deseos de los miembros de la sociedad.

El concepto de arte popular está relacionado con el de arte pop, ya que proviene del inglés Pop-Art, arte popular. Además, el arte pop subraya el valor iconográfico de la sociedad de consumo, la cual es a la vez el factor que propicia el arte popular.Como autores de este estilo cabe señalar, Red Grooms, Keith Harring, Estéfano Viu, Allen Jones, Peter Max y Tom Wesseleman, entre otros.








Contame un cuentito

Pensa, ahora mismo, en una historia clásica, en cualquiera que se le ocurra. Desde la Odisea hasta Pinocho, pasando por El viejo y el mar, Macbeth, Cenicienta, Los tres chanchitos o Hansel y Gretel. No importa si el argumento es elevado o popular, no importa la época ni la geografía.

¿Ya está?

Muy bien. Ahora pone un celular en el bolsillo del protagonista. No un viejo aparato negro empotrado en una pared, sino un teléfono como los que existen hoy: con cobertura, con conexión a correo electrónico y chat, con saldo para enviar mensajes de texto y con la posibilidad de realizar llamadas internacionales cuatribanda.

¿Qué pasa con la historia elegida? ¿Funciona la trama como una seda, ahora que los personajes pueden llamarse desde cualquier sitio, ahora que tienen la opción de chatear, generar videoconferencias y enviarse mensajes de texto? ¿Verdad que no funciona?.

La telefonía inalámbrica va a hacer añicos las viejas historias que narremos, las convertirá en anécdotas tecnológicas de calidad menor.

Con un teléfono en las manos, por ejemplo, Penélope ya no espera con incertidumbre a que el guerrero Ulises regrese del combate. Con un móvil en la canasta, Caperucita alerta a la abuela a tiempo y la llegada del leñador no es necesaria. Y el chanchito de la casa de madera le avisa a su hermano que el lobo está yendo para allí. Y Gepetto recibe una alerta de la escuela, avisando que Pinocho no llegó por la mañana.

Un enorme porcentaje de las historias escritas (o cantadas, o representadas) en los veinte siglos que anteceden al actual, han tenido como principal fuente de conflicto la distancia, el desencuentro y la incomunicación. Han podido existir gracias a la ausencia de telefonía móvil.

Ninguna historia de amor, por ejemplo, habría sido trágica o complicada, si los amantes esquivos hubieran tenido un teléfono en el bolsillo de la camisa. La historia romántica por excelencia (Romeo y Julieta, de Shakespeare) basa toda su tensión dramática final en una incomunicación fortuita: la amante finge un suicidio, el enamorado la cree muerta y se mata, y entonces ella, al despertar, se suicida de verdad. Si Julieta hubiese tenido teléfono móvil, le habría escrito un mensajito de texto a Romeo en el capítulo seis:

M HGO LA MUERTA,
PERO NO TOY MUERTA.
NO T PRCUPES NIHGAS IDIOTCES. BSO.

Y todo el grandísimo problemón dramático de los capítulos siguientes se habría evaporado. Las últimas cuarenta páginas de la obra no tendrían sentido, no se hubieran escrito nunca, si en la Verona del siglo catorce hubiera existido la promoción 'Banda ancha móvil' de Movistar, Claro y Ancel. Muchas obras importantes, además, habrían tenido que cambiar su nombre por otros más adecuados.

La tecnología, por ejemplo, habría desterrado por completo la soledad en Aracataca y entonces la novela de García Márquez se llamaría “Cien años sin conexión”: narraría las aventuras de una familia en donde todos tienen el mismo nick (buendia23, a.buendia, aureliano_goodmornig) pero a nadie le funciona el Messenger.

La famosa novela de James M. Cain: “El cartero llama dos veces”, escrita en 1934 y llevada más tarde al cine, se llamaría “El gmail me duplica los correos entrantes” y versaría sobre un marido cornudo que descubre (leyendo el historial de chat de su esposa) el romance de la joven adúltera con un forastero de malvivir.

Samuel Beckett habría tenido que cambiar el nombre de su famosa tragicomedia en dos actos por un título más acorde a los avances técnicos. Por ejemplo, 'Godot tiene el teléfono apagado o está fuera del área de cobertura', la historia de dos hombres que esperan, en un páramo, la llegada de un tercero que no aparece nunca o que se quedó sin saldo.

En la obra 'El jotapegé de Dorian Grey', Oscar Wilde contaría la historia de un joven que se mantiene siempre lozano y sin arrugas, en virtud a un pacto con Adobe Photoshop, mientras que en la carpeta Images de su teléfono una foto de su rostro se pixela sin remedio, paulatinamente, hasta perder definición.

La bruja del clásico “Blancanieves” no consultaría todas las noches al espejo sobre “quién es la mujer más bella del mundo”, porque el costo por llamada del oráculo sería de 1,90 la conexión y 0,50 el minuto; se contentaría con preguntarlo una o dos veces al mes. Y al final se cansaría.

También nosotros nos cansaríamos, nos aburriríamos, con estas historias de solución automática. Todas las intrigas, los secretos y los destiempos de la literatura (los grandes obstáculos que siempre generaron las grandes tramas) fracasarían en la era de la telefonía móvil y del wifi.

Todo ese maravilloso cine romántico en el que, al final, el muchacho corre como loco por la ciudad, a contra reloj, porque su amada está a punto de tomar un avión, se soluciona hoy con un SMS de cuatro líneas.

Ya no hay ese apuro cursi, ese remordimiento, aquella explicación que nunca llega; no hay que detener a los aviones ni cruzar los mares. No hay que dejar bolitas de pan en el bosque para recordar el camino de regreso a casa. La telefonía inalámbrica nos va a entorpecer las historias que contemos de ahora en adelante. Las hará más tristes, menos sosegadas, mucho más predecibles. Y me pregunto, ¿no estará acaso ocurriendo lo mismo con la vida real, no estaremos privándonos de aventuras novelescas por culpa de la conexión permanente? ¿Alguno de nosotros, alguna vez, correrá desesperada al aeropuerto para decirle al hombre que ama que no suba a ese avión, que la vida es aquí y ahora?

No. Le enviaremos un mensaje de texto lastimoso, un mensaje breve desde el sofá. Cuatro líneas con mayúsculas. Quizá le haremos una llamada perdida, y cruzaremos los dedos para que el, el hombre amado, no tenga su telefonito en modo vibrador.

¿Para qué hacer el esfuerzo de vivir al borde de la aventura, si algo siempre nos va a interrumpir la incertidumbre? Una llamada a tiempo, un mensaje binario, una alarma.
Nuestro cielo ya está infectado de señales y secretos: cuidado que el duque está yendo allí para matarte, ojo que la manzana está envenenada, no vuelvo esta noche a casa porque he bebido, si le das un beso a la muchacha se despierta y te ama. Papá, ven a buscarnos que unos pájaros se han comido las migas de pan.
Nuestras tramas están perdiendo el brillo (las escritas, las vividas, incluso las imaginadas) porque nos hemos convertido en héroes perezosos.